Qué pronto has cruzado la vida de los otros y te has instalado en la noche, que te pertenece de manera inapelable. Después de tomar café en las escaleras de tu casa encuentras a un hombre llorando. Te mira entre lágrimas y te da los buenos días o las buenas noches qué más da, él siempre está a todas horas en esa escalera, siempre y llora inconsolable.
Apenas una palabra, como una voz que te habita desde lo más hondo, roza la noche, la soledad torpe de la noche, una palabra cogida al azar que escuchaste en tu oreja sorda o leíste en tu libro mudo, y piensas en esas viejas historias que cruzan la vida y que van de aquí para allá, turbias, oscuras. Y el día te encuentra solo, sin un lápiz puntual que aminore el ruido del amor y sus afectos, sin un papel donde anotar con la tinta incolora del silencio que eres protagonista indeseable de la vida; sin amigos, en brazos de una mujer que no recuerdas, dónde, a qué hora la conociste, y huyes de allí con un grito sujeto a tu vientre, sin el recuerdo de una caricia, el sabor de un beso o una palabra. Regresas caminando hasta casa con un ansia dolorosa de madrugada, sabiendo que aquello que podías haber sentido por ella ya no sirve para nada, pues tú siempre vives solo y nunca nadie te acompaña o desea. Y nunca, por cuestiones de principios vanos, acumulas afectos, dependencias. Ni tienes un lápiz puntual para clavarte las manos.