Corre la sangre del poeta por aceras
hacia alcantarillas profundas,
precedieron en su vida puñaladas rotas,
abierta la carne por heridas púrpuras,
sobre un cuerpo que siempre supo
que venerar al otro era mutilarse
o quemarse un poco a lo bonzo
bajo la sombra de bruñidos edificios,
aclamado por sedientos seguidores,
lectores compulsivos de poesía.
Dijo, citó como pudo, antes de morir,
que romper la mansedumbre de la palabra
era construir el verso indomable del poema.
Y llevaron luego su hermoso cadáver
a escenarios lánguidos
donde rutilantes esteticistas
le pusieron menta y laurel
una pincelada de óleo,
ramita de lino,
y en su boca acomodaron
la palabra fin.
Dicen que como se esperaba
aumentaron las ventas.
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