Cuando los ordenadores se apaguen
y nos quedemos solos
será hora de mirar si entre los dedos quedó
alguna tecla abandonada con su nombre,
si aquel o ella
siguen acariciándonos las yemas de los dedos,
si entre las uñas un manantial de recuerdos
brota de aquel pasado de gente aturdida
buscándose entre las páginas de grafito,
que volaban tiernas a la velocidad de la luz
hasta los rincones más lejanos del planeta,
dibujando en las estrellas los rostros de silicio
de tantos solitarios al pairo azul-eléctrico del abandono.
Si entre los dedos quedó algo de la memoria de alas
de aquel icono que trasladamos
a los ojos de nuestra noche eterna:
se trataba de comunicar con solitarios corazones.
Será hora de mirar si alguno de nosotros
aún queda vivo de este miedo de teclas abandonadas
que han dejado de llamarnos por nuestro nombre
y somos un caso triste de la historia.
Comprobar que la pérdida de la caricia es sólo pasajera
y que dentro de mil años
los besos serán fríos, limpios y precisos
como el filo transparente del acero.
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