¿A qué nos estamos enfrentando?, pregunté. Y yo pensé con ella. Y ella pensaba conmigo. Mientras me alejaba, dando un rodeo de silencio a las cosas infinitas de la vida, la oí decir: “Eres una delicadeza excesiva y exquisita. Una brutalidad esperpéntica. La contradicción, la paradoja. Todo hipérbole.”
Quedé pensando en sus palabras. ¿A qué carácter excesivo y exquisito (tal vez una excesiva nobleza, como pudiera ser la actitud de un árbol que va a ser derribado por un hacha y permanece inmutable, resignado) nos estamos enfrentando? Creo que en esas palabras pronunciadas por ella había un camino infinito que yo había recorrido durante medio siglo, y el cual ahora recorremos juntos todos los días. El camino. La manera de estar en él. El poema latiendo. “Aquél anciano ciego sentado bajo el almendro, que abría las almendras con las manos. ¿Cómo lo haces, le pregunté? ¿No ves que soy ciego?”. No ves. No veo.
Volví a mirarla. Sus ojos miraban a mis ojos. Y dije: “Te alimentas de mi no.” Y volví a decirle, esta vez con la boca cerrada, para que pudiera oír mis pensamientos: “Te vistes con la luz apagada, sentada sobre la cama.” Pero no me oyó. No ves, ciego.
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