acá anémonas iguales
que espinas tristes vieron
murciélagos sordos
que nadaron el agua
de aquel aire.
El plancton y los recuerdos
mezclándose a la par
se hacen distintos,
forman nubes que a la vez son magmas
de una sombra espesa que obligada
por la luz, por la lluvia obligada,
por la voz oprimida, se hizo eco,
a solas algo se oyó en la niebla,
la voz se hizo voz,
la voz inconsume,
incombustible, ardiendo,
la inacabada voz de un ruido
que arremete, entra y sale de tugurios,
en un vómito de arqueados bosques
o derruidas urbes.
Y monocorde y errante
el hombre,
sediento de nalgas y caimanes
se abraza a una sospecha,
besa a un jíbaro que vende iguanas,
se consuela disperso,
aplaude a una pareja de esqueletos
que bailan en la cálida noche
con brío de tristeza,
a ritmo de cajones y tantanes.
Y después nada ni nadie
va a disponer por ellos qué manteles
qué vasos, qué sillas a su mesa.
La cena, la cena,
la sirven en dos lágrimas,
en dos cuencos de risas,
la cena que con ellos cena.
Abajo continúa la calle.
Persiste iluminada.
Bajo farolas de caimanes bailan tango
una pareja de monos amaestrados
de aquellos que Fafka previamente
informó con decencia a la academia.
Y el nombre insiste
que no quiere
dejar
de ser
eterno.
Y en el mar
se recombinan se abrazan
medusas y otras algas
y todo se hace espeso.
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