viernes, 1 de febrero de 2013

Ceguera


Me despierto emprendedor. Pienso en los emprendedores, esos seres que emprenden cosas. O empresas. Sobre todo si estas vienen cargadas de incertidumbre. Buscarse la vida es embarcarse en una buena empresa. Así que saludo a los filósofos, a los usurpadores, a los intrigantes, a los farsantes y a los mangantes. Y al parado que no quiere encontrar empleo. Y a aquel poeta que no quiso publicar un verso nunca, para no ser el circo que tanto nos cansa. Salud por tanto.

Siempre fui un emprendedor. Emprendía cosas una y otra vez. Emprendí poemas. Algunas veces atacado de una dislexia extraña, la palabra "emprender" me quemaba entre los dedos y perdiendo las dos primeras letras, labraba mi piel, abría surcos en ella, e iba prendiendo entre mis manos brotes de letras frescas. Así fue como le di sentido a la llama. Organicé varias hogueras con ellas. Fui un emprendedor que corrí el camino en sentido inverso. Una luz me precedía.

Un día bajo un almendro encontré a un anciano cubierto de harapos, que abría las almendras sujetándolas entre los dedos pulgar e índice y una ligera presión de ambas yemas. Pregunté el truco y me respondió: “Fíjate bien hijo, soy ciego”.

Mientras, afanados emprendedores corrían por amplias autopistas, en dirección contraria a la mía, dejando atrás los caminos polvorientos. Forjaban lentamente en la fragua del tiempo un gran proyecto, que con los años y leyes favorables al espectáculo o al espéculo, daría sentido, razón de ser, a un reino de hombres llamados videntes.

El horizonte al cubrirse de niebla y arena del desierto, se encargó de borrar para siempre un viejo camino polvoriento seguido por poetas disléxicos, que confundieron la purificación del fuego con la luz de un anciano ciego. En aquel camino de zarzas, cabras y lagartos jamás hubo almendro alguno.