Me despierto emprendedor. Pienso
en los emprendedores, esos seres que emprenden cosas. O empresas. Sobre todo si
estas vienen cargadas de incertidumbre. Buscarse la vida es embarcarse en una
buena empresa. Así que saludo a los filósofos, a los usurpadores, a los
intrigantes, a los farsantes y a los mangantes. Y al parado que no quiere
encontrar empleo. Y a aquel poeta que no quiso publicar un verso nunca, para no
ser el circo que tanto nos cansa. Salud por tanto.
Siempre fui un emprendedor.
Emprendía cosas una y otra vez. Emprendí poemas. Algunas veces atacado de una
dislexia extraña, la palabra "emprender" me quemaba entre los dedos y
perdiendo las dos primeras letras, labraba mi piel, abría surcos en ella, e
iba prendiendo entre mis manos brotes de letras frescas. Así fue como le di
sentido a la llama. Organicé varias hogueras con ellas. Fui un emprendedor que
corrí el camino en sentido inverso. Una luz me precedía.
Un día bajo un almendro encontré
a un anciano cubierto de harapos, que abría las almendras sujetándolas entre
los dedos pulgar e índice y una ligera presión de ambas yemas. Pregunté el
truco y me respondió: “Fíjate bien hijo, soy ciego”.
Mientras, afanados emprendedores
corrían por amplias autopistas, en dirección contraria a la mía, dejando atrás
los caminos polvorientos. Forjaban lentamente en la fragua del tiempo un gran
proyecto, que con los años y leyes favorables al espectáculo o al espéculo,
daría sentido, razón de ser, a un reino de hombres llamados videntes.
El horizonte al cubrirse de
niebla y arena del desierto, se encargó de borrar para siempre un viejo camino
polvoriento seguido por poetas disléxicos, que confundieron la purificación del
fuego con la luz de un anciano ciego. En aquel camino de zarzas, cabras y
lagartos jamás hubo almendro alguno.