domingo, 5 de agosto de 2012

Dedicatoria

Hoy no es el día de los enamorados. No es el día, espero, de nadie, debería ser por tanto el día de los anodinos. Y es verano y agosto. Llegará el otoño, el viento que enfría las hojas y con él la muerte de las últimas rosas. O los últimos besos. Nosotros los poetas tenemos poemas como balas el rifle, como hojas el árbol, como estrellas la noche, como gotas de agua la lluvia. Uno de esos poemas como una bala, como una hoja, como una estrella, como una gota de agua, quiero dedicarselo a todas ellas: a las flores muertas, a los perros callejeros, a los empinados e iracundos músculos que se levantan cada día (el músculo duerme, dice el tango que cantara Gardel) para  amar y morir, desear o ser, siendo como somos ese perfecto cero universal que bajó del cielo sobre nuestras cabezas, porque el mundo y la vida acaba y empieza cada segundo partiendo del cero. Quiero dedicárselo al mar. A algún río. Al que acaba de perder el trabajo. Al que lo acaba de encontrar, porque se lo ha quitado al anterior, al menos eso piensa el primero. A “Vinatea”, escritor, bibliotecario. A la paloma muerta que esta mañana encontré en la acera. A un par de poetas, no hay muchos más. A un mirlo negro. A los encoñados, porque ellos conocerán el tacto de la húmeda seda. A Pilar trabajadora de “Induico”, por aquella noche que se desnudó para mí, tan fresca, tan hermosa, que aún me duele el corazón. A las mujeres. A los que no han aprendido a leer. A los que escriben. A los que escriben mal. A los hombres. Al amor, porque ya nadie muere de él. A los toros que mueren en las plazas buscando un punto de luz, para salir huyendo. A “Tres Efes” que hace 29 años que no está aquí, pero está allí. A Missael por lo mismo. A los suicidas, claro. A mi niñez. A la amenaza permanente y lo caro que nos sale ignorarla. A los diferentes. A las divorciadas. Para todas mis amantes vivas y muertas. Para el balcón de la luna dónde aprendí a amar. A Félix García porque me llevó al Norte. A Juan Quintana porque me llevó a otros puntos cardinales. A Hugo, porque está en el paraíso, de dónde no debieran salir los niños. A Diego que le sigue a todas partes. Al caballo que montaba Kafka galopando praderas en llamas. A Alejandro Martín-Consuegra porque siempre me felicita por Navidad. A mi madre, que tiene un golpe de juventud en la memoria. A J. Blas R. Bustos porque sigue en una brecha cotidiana que se abrió en propia carne, y jamás le entienden. Para aquella alemana que me enseñó a besar bajo una farola de la calle Juan Bravo. A la Ángela de antes y después. A Mª del Mar porque aún está huyendo de mí. Al tanto por ciento de asistentes menos, que no fue a la Feria del Libro 2012. A la camarada de la célula de Prosperidad ataviada de verano del 79, vestido vaporoso y yerba, por tantas promesas hechas desde el triángulo blanco de sus muslos. A todos los que olvido para defender la memoria. A los maliciosos. A los grandes conspiradores de pequeñitos salones de té que aún se creen de izquierda. A las estanterías vacías. A Mercedes porque su vagina ahora es puro incienso y por tanto  un pronunciado amén. A los del 15M que giran y giran en todas las plazas de este país, y esperan que Godot les dé los buenos días. A las calles que entendieron mis pasos. A las paredes que no entendieron mis pintadas. A Juan ("jero" para los suyos). A los amaneceres silenciosos y blancos de Conil. A todos ellos esta prosa antojadiza que nace de un pasado que nunca fue anodino. A Pepa, que la llevo en el corazón, en los labios, en los ojos, entre los dedos:

             Hábil desde la mano al cuerpo del otro que la toma, vigilando la piel con posibilidad de acercamiento, algún roce, algún extraño color, la tersura, ese tacto que puede imitar la suavidad. Deslizó los dedos bajo la camisa dejando tras de sí un reguero de sinsabores, un contenido deseo de ser necesitado. Tocó su hombro, suspiró en su oído, el otro musitó lentitud sobre su rostro, y lamió o quiso ser pureza y piedad, casi suplicó cuando la mirada era un lógico abismo, donde en el fondo del mismo se encontraba la mullida sangre, tan espesa, tan caliente, recorriendo los lugares que estaban siendo habitados. Tocó los nudillos, besó la palma de su mano, deslizó la mejilla por su garganta, y dejó una saliva inmóvil sobre la curvatura donde el brazo y el cuerpo se hacen remo y barca. Palpó con sus dedos una piel como la suya, porque la propia estaba siendo explorada y cuando ambos coincidieron en un claro de la selva epidérmica, hicieron fuego de sus carnes, humo de sus huesos y los pájaros que habitaban en ellos, cruzaron volando la dimensión de las temperaturas, la redondez de las esferas, el cilíndrico volumen donde se funden la transparencia del cristal, con la nada y los espacios.