jueves, 24 de marzo de 2011

ZAMBRA

Acaricié tu sexo. Lo hice desde una inocencia que presumía suavidad y mórbido deseo. Supuse que una leve y abultada hendidura, que se fue haciendo alargada y profunda, sería el camino que llevaría a mis dedos al abrigo hospitalario de tu madriguera húmeda y caliente. Tus ojos se aquietaron. Una vara de fuego comenzó a arder en tu espalda. Sé acallar tu necesidad. Sé vivir en la belleza de tu vientre.

Toda concreción de la carne se anuda en mí, todo juego de heridas para las reparaciones del alma se halla en los pasos perdidos de tus muslos, entre ellos sé como invocarlos, como conjurarlos para que se aparten, para que dejen paso a esa agitación que necesito. Allí en un sólo punto, en un solo centro, el mundo se hace torpe, aprende, se enriquece, evoluciona. Allí viven, se reúnen, empiezan y terminan los caminos, todas las estrellas, los astros, planetas. Una galaxia cabe, nombra, acecha, gira y se expande entre reflejos de luces y sombras, se contrae y llora en tu túrgido y espumoso musgo, inocente pese a todas tus estrategias de seducción. Sedúceme alegre, a pesar de mis excesos, pese a mis recelos hazme atractivo, señuelo, engáñame. He de ser grande allí donde otros se empequeñecen. Quiero que seas un ser menudo, inventado por este hondo sentimiento de silenciarte. Y  que me hagas mudo.