martes, 15 de febrero de 2011

Último agradecimiento


Verano del 66. Ella se llamó Amelia,
y su nombre con una maniobra hábil,
previa retirada de los nudos “a”
entre los que se encontraba encerrada,
y en juego grácil de anagrama:
se abrió miel.
Su nombre dejó hecho en mí
un panal de derramados hexágonos,
un templo caprichoso repleto de secretos.
Durante estos años dentro de él han cabido
la aspiración helada de la noche,
la ambiciosa carnalidad de la luna en su boca,
un perfumado pañuelo rojo.
El olvido que lleva impreso