jueves, 28 de julio de 2011

Estoy harto de historias de derrotas.




Caminé, caminé
con tregua o sin ella
sabiendo que era considerado
un signo galimático
con el que había que ser condescendiente
o una marca en la nieve
que había que ignorar.

Estoy harto de historias de derrotas.
Me producen melancolía,
y tanta melancolía trampas y bodoques
habitando mi lengua.
Bajo la sombra de un árbol negro
permanezco.

Ardía el sol y mis libros iban y venían
rodeados de miedo y también de temor,
siempre refugiados en nobles anaqueles
de escayola pintada.
Entraban y salían,
sobraban se encendían
y luego quedaban profundamente dormidos
dolidos y cansados. Esos libros.
Siempre haciendo cosas imposibles
para que yo fuera libre.

Llega hasta mí la humedad de las hojas muertas
ese dulce aroma de los cuerpos
sonando muertos cuando caen
apaciguados por el cardinal otoño.
No acaban aquí sino que empiezan
crepitando su carne de papel
como la madera
o la felicidad.
Ahora la nada toma cuerpo
y todo se agranda en el contrario.
El otro nos distingue.
Leo libros
que luego regresan obedientes
a su aparente silencio de baldas y anaqueles.
Murmuran entre ellos se ponen de acuerdo.
Y a ratos nos desprecian.

Llovía sobre la ciudad bombardeada.
Hay belleza en las paredes ametralladas.
Las ruinas son plásticas, tienen la textura de un temblor,
el escorzo de la piedra rota,
aquella piedra mil veces hecha lasca
para conseguir el filo preciso, amenazante,
hasta que matara. A aquél otro hombre.

Musica para un armonio encontrado en la basura.

Lógica revolución



Yo follo porque me corro,
porque la dicha no tiene memoria.
Y porque un siglo se reduce a un minuto.
(Y porque algunos estultos lo niegan)