lunes, 3 de febrero de 2014

Siervo de la gleba

Me he mirado en muchos espejos pero ninguno
como el tuyo,
ninguno como tus ojos cuando al atardecer
se cubren de sombras o cuando al amanecer
se llenan de aquietada luz,
y así somos dos seres que paseamos
el mundo desigual e injusto,
y si te miro de soslayo y tu boca se abre
para oírme,
desde los bosques
el viento trae recuerdos de cuando éramos
esclavos y tristes.

Me he mirado en tus ojos una noche,
abatido, afligido tal vez por ruidos lejanos,
provenientes de cualquier frente donde la guerra
habilita, franquea las puertas a la muerte,
mientras en las plazas los hombres
guardan un fantástico, cómplice y difícil silencio.

Yo sólo soy un siervo de la gleba.

Un apelmazado terrón,
un pedazo húmedo de barro,
criado de la lluvia y de la selva,
siervo de sus fuentes verdes,
un paria un mancebo y un clown,
y hasta a veces soy una serena y sedosa lluvia
que lubrica a las sirenas allá en alta mar,
allá donde los barcos giran y se pierden por rutas
inválidas, inútiles de instantes fáciles.
Soy un siervo de la gleba en terreno del señor,
profundo esclavo lamido a latigazos,
mi carne macilenta cruzada
por hondos verdugones y cardenales
largos y melancólicos,
hoy en este solitario día catorce
de un año que no tuvo tristeza.

Soy un pordiosero
agregado a la embajada del dolor,
al asfixiante clima de pastos y rastrojos
por donde se arrastra la serpiente canícular
dulcemente devorada por el sol,
en España y en América, en mis geografías favoritas
y mi soledad claudicante.

Yo sólo soy un siervo de la gleba
que ama tus manos
porque tus ojos me miran
asustados
asustados.