viernes, 6 de septiembre de 2019

Vivir

Se me achica el espacio y deduzco por tanto
que soy un cuerpo incomodo al que sobran escorias
y la plata y el verso y el vino y el pan
la lima y el fórceps y la rebaba escuece
y el poso de las limaduras va ulcerando en mí
como un élitro brilla en la oscuridad de un martinete
o como un alacrán escribe con veneno
el poema de la permanente estatua
altiva y sometida al verso de la inmortalidad
donde una campana de cristal
con badajo de templada carne
va dando campanadas de vísperas.

Y me crece el poema como crecen las uñas
en este oficio pejiguera de vivir
al pairo bonancible de la zarpa.
Hay jilgueros enjaulados (al lado de otras fieras)
que cantan por pereza.

Lugo y bueno.

Cuervos

Oigo cuervos. Me levanto y vestido de negro, escucho cantos. Me levanto desnudo y con orejas negras escucho alas negras: oigo cuervos. Sobre la mazmorra más cerrada y hermética. Salgo al ventanal más alto. Tengo viento en la nariz. Huelo a cuervos. Y me lavo, y ya limpio, casi claro, oigo sombras. Penetro en la pelete huella del tiempo y sigo escuchando lo que queda de un cuervo que acompañó al poeta una tarde por un bosque, un día que nadie estaba cuerdo y escribía sobre el agua su nostalgia de tiempo, como un piano a la deriva feliz de unas teclas que se deslizan en la corriente muda. Llevo alas de cuervo entre los dedos. En la mirada. Escucho desde hace siglos el habla turbulenta de un posible cuervo.