A Antonio Fernández Benavente
"En
el café que está toda la noche abierto
a
eso de las once y cuarto
el mismo hombre de siempre está sentado solo,
contemplando al mundo
sobre el borde de su taza de té…
cada té le dura una hora
y luego se va deambulando solo hacia su casa".
el mismo hombre de siempre está sentado solo,
contemplando al mundo
sobre el borde de su taza de té…
cada té le dura una hora
y luego se va deambulando solo hacia su casa".
Algo así decía la letra de esta canción de Ralph Mctell, "Calles de Londres".
Esta canción me sirvió hace cuarenta años para ser quien
soy. Me sirvieron más cosas. Me sirvió la soledad para contemplar las distintas
formas que van adoptando las cosas de la vida. Me sirvió la belleza de cada instante exacto, perfeccionándome la vida. Pero esta canción me hizo más hombre, más mujer, persona,
poeta, niño.
En aquellos tiempos un libro, una canción, una película, un buen amigo, marcaban tu vida para siempre. Y digo en aquellos tiempos, porque en estos, no parece que a nadie le marque ya nada. Yo mismo me he vuelto dogmático, gracias a la “ayuda” de los que viven sin marcas, sin heridas, sin pasado, sin cicatrices: sin belleza.
En aquellos tiempos un libro, una canción, una película, un buen amigo, marcaban tu vida para siempre. Y digo en aquellos tiempos, porque en estos, no parece que a nadie le marque ya nada. Yo mismo me he vuelto dogmático, gracias a la “ayuda” de los que viven sin marcas, sin heridas, sin pasado, sin cicatrices: sin belleza.
Sigo escuchando esta canción y su recuerdo produce en mí
gratitud: agradecimiento al pasado. Esta buena nostalgia me ayuda a ver el paisaje, me ayuda a ver a
un joven bañándose en las aguas del río Guadiana, casi sin contaminación, a su
paso por Badajoz. Me ayuda a ver a un muchacho saliendo de las aguas, mojado de
naturaleza, desnudo y hermoso, en un verano preciso, dónde conocí la ciudad y me bañé en
aquellas aguas.
Pero sobre todo recuerdo el ocio y la melancolía que me
producían los altos eucaliptos que bordeaban las anchas orillas del río, y los
ratos que pasé tumbado a la sombra calurosa y perfumada de aquellos mentolados
árboles. Sus ramas, a ratos escaladas por versos del poeta Manuel Pacheco.
La canción sonaba en un cassette portátil, que me prestó un amigo, y que iba conmigo a todas partes. Junto a una guitara que no sabía tocar, pero que sonaba de maravilla en aquellos atardeceres del Guadiana.
La canción sonaba en un cassette portátil, que me prestó un amigo, y que iba conmigo a todas partes. Junto a una guitara que no sabía tocar, pero que sonaba de maravilla en aquellos atardeceres del Guadiana.
No sé de qué me enamoré. Pero desde entonces vivo
agradeciendo a las calles, de un Londres imaginado, que me enseñaran la vida.