sábado, 8 de noviembre de 2014

Un blues: George Moustaki




El extranjero

Es con mi facha de extranjero,
judío errante y pastor griego
con mis cabellos al azar,
y con mis ojos medio abiertos
que hablan de mares y desiertos
y que te invitan a soñar.

Es con mis manos de farsante,
de embaucador y de feriante
que en los jardines va a robar
y con mi boca que ha bebido
y que ha besado y que ha mordido
sin apagar su sed jamás.

Es con mi facha de extranjero,
judío errante y pastor griego,
de vagabundo y de ladrón
y con mi piel que se ha quemado
bajo este sol y se ha entregado
a los mil juegos del amor.

Y con mi pecho que ha sentido
del corazón cada latido
y lo ha sabido hacer callar,
con mi alma enferma que no espera
ni un purgatorio que la quiera
para poderla así curar.

Es con mi facha de extranjero,
judío errante y pastor griego,
con mis cabellos al azar,
que vengo a ti, mi dulce amiga,
gran manantial en mi fatiga
tus veinte años a buscar.

Y yo seré, si lo deseas,
príncipe azul con tus ideas,
igual que tú puedo soñar
y detener cada momento,
parar el sol, parar el viento,
vivir aquí la eternidad.

Así contigo he de lograr
vivir aquí la eternidad,
igual que tú yo sé soñar.

Cuando yo era griego

Cuando yo era griego tenía una espalda
de cestos cargados de manzanas,
llevaba una espada de lirio templado
a la cintura del día que nunca era mio,
y una mirada de zorro
teñida de amaneceres;

cuando yo era griego
apenas quedaban hombres en la tierra,
tan solo columnas de alabastro,
cimientos de templos pasados a cuchillo,
y arenas y cenizas, rescoldos aventados,
y una llama permanente en los ojos
que todo lo miraban
con asombro, con ira, con ternura.

Tenia yo piernas de acero y rumor,
y brazos que sujetaban el cielo
cuando llegaban las tormentas
de dioses soberbios y excitados.

Cuando yo era griego
siempre había bosques petrificados
parados en el paisaje
como hombres que no supieron huir del pánico,
ríos,
sólo piedras,

y una honda

que buscaba la paciencia eterna
del nuevo día,
y con ella apedreaba al sol
por miedo,
a la luna por piedad,
y una vergüenza
que me nacía de la duda
de ser hombre.

Cuando yo era griego,
parecía un poeta que medía
las distancias
entre el suelo y mi pecho,
las rojas amapolas
y el poema,
que volaba junto a pájaros
diminutos y bellos,
huyendo permanentes
de jaulas encendidas
como el fuego de mil guerras;

aquellas ciudades que ardían

cuando yo era griego
pobre y solo
como un pez en el río
en el que nadie quería bañarse,
o beber de sus aguas.