Me ducho. Tomo
café. Cago.
Dudo en
masturbarme, pero me afeito.
El otro me mira
desde el ignorante azogue
tomándome como frágil ejemplo.
Salgo vestido
aunque desnudo a la calle.
La calle cualquiera, la calle de tumultos,
la calle gris, la que me aguarda.
No llueve, pero
tengo un amante.
Tengo dos amantes. Incluso tengo
un guante azul y un rojo pañuelo,
y una blusa malva con escote de ángel.
Las dos me desnudan ávidas.
Las dos se portan igual, pero se creen distintas.
Incluso jamás me olvidan,
tengo por tanto recuerdos.
Una prefiere el
bálsamo de mi sudor
mezclado con el
perfume que uso habitualmente,
y así, con los
ojos cerrados,
abrazada a mí, dice que se corre.
La otra sujeta mi cabeza entre sus muslos
y se
convulsiona mientras susurra
que es la mujer
más feliz del mundo.
Soy el instrumento de sus abismos insondables,
soy la luz que no veré nunca.
Las dos fingen
que se mueren.
Las dos fingen.
Las dos dicen
que me aman. Las dos me usan.
El placer es
una esponjosa sensación
que absorbe desde la
sangre
el rito de la pena o de la gloria,
las causas perdidas
de tiernos cuerpos abriéndose,
lágrimas blancas
que lentamente
van
entristeciendo mi abdomen
de domesticada fiera.
No saben que
follan con un cadáver
de maquillado aspecto.