lunes, 17 de enero de 2011

Epíteto


Corindón o esmeril pedernal
la chaira recorre los filos de la carne
magulla y gorgorea
hacia la oreja enfila la aguda punta
a escasos centímetros
quiebra
brevemente merodea
luego acaba hiriendo
donde la sangre brota con un gemido
de peces que se ahogan
de aspas y hélices fraguándose
en un murmullo de abanicos
proveniente de esa zona de la garganta
hecha cuna un instante
hecha cueva de oscuros y silenciosos pasillos
el grito allí se plagia repitiéndose en ecos
habitáculo donde mora el vital veneno.
Y muere misteriosamente.
Acaba en este instante de bramantes
que exigieron lo oscuro
para derramarse al vacío



Hilvanes de Balduque

Ahora me reduzco a paisaje.
Soy un ojo que ve el campo.
El sol arañando pórticos y buhardillas,
el portillo hecho en la pared del lindero,
la casa desolada o yerma
líquida en la sombra soterrada.
Penetra la luz por sus ventanas
y a través del aceite sobre la mesa sola
se hace crisol en la rotunda vasija de cristal,
en las aguas remansadas de la alberca,
y al final
en el dulce color malva, ocre, rosado
de la tarde, o la vieja soledad de la alcuza.

La belleza es sólo un instante,
después vienen los días, las noches,
el ruido de la ciudad,
la tos de un vecino, el llanto de alguien.
La belleza es un segundo,
después está el feo y definitivo sueldo
que uno recibe por el trabajo realizado,
el salario de muerte conseguida con sudor.
El fin expuesto a la sangre.
La plena soledad. La locura es una balsa.

Como me acuerdo de vosotros viejos muertos
huidos
mis acuciantes símbolos
mi entraña
mi ausencia
mis responsables.