Las lentos paseos junto al mar de Foz o las bicicletas de aquel carnaval, las palmeras del sur, las golondrinas blancas del norte. Espero, la espera tranquila las horas blandas el pasar de las vidas y los gorriones rojos desaparecidos en batallas de amor. Las mañanas de julio aquel café de atribulados toldos la lectura frente a un libro y la mano feliz que sujetó los vientos de levante callejeando entre patios tu sombra y tú. No olvides nunca tu nombre y deja que los árboles te reconozcan.
Tenía que escribir. Una voz como siempre dentro, hablándome. El recuerdo de mi madre diciéndome. A mi madre le gustaba pelar las naranjas con las manos. Los dedos se manchan de una fina y salpicada capa blanca. Ese chisporrotear de la naranja al trocear la piel. La piel rota. Nuestra piel. Por ella entra todo lo que produce placer y frío. La falta de cariño. Ganar cariño. Como en un juego de azar. Jugar a amar. Que el cariño te toque. La naranja te produce frío. Mamá no. Las pelaba con las manos. Después me acariciaba con ellas y yo olía a naranjas. Ella ahora es un montón de naranjas peladas. Mondas. Pieles completas secándose colgadas de la pared, del clavo que sujeta a su vez un calendario de 1963. Yo nunca supe hacer arroz con leche con su correspondiente trocito de piel de naranja. La canela. Aún impregnando mí piel el olor a canela. Siempre suceden cosas en la piel, casi todas las cosas del amor pasan por la piel. Filtra los afectos. Los rechazos. Me siento querido. Pero nunca llega suficiente cariño para esta carencia de canelas en la espalda que sujeta mi tiempo vital. Mi espacio vital. El cariño. Dejar que alguien pase a través de tu piel. Su caricia. El olor del arroz cocido en leche, canela, naranja. Mi madre. Este silencio.