sábado, 26 de abril de 2014

Cuarto Aniversario: Oscura mecánica de un pensamiento positivo

Este humilde y pedante blog, cumple hoy, o mañana, qué más da, cuatro años. Cuatro años de "Folios Grapados" egoístas, moviéndose en el poema, enrocándose en el verso que se destruye y revive, o se muere para ser otro. Cuatro años en la vida de un blog son muchos años, sobre todo ahora que los blog se mueren: los ratones de letras abandonan el barco. Así que para celebrar semejante contradicción, elijo un texto de José Horacio Martos, un buen amigo y mejor poeta, escritor, ser pensante que piensa, en redundante alternativa a tener que pensar, por pura lógica o defecto, en quienes somos y por qué estamos vivimos como si realmente viviéramos.

El texto lleva por título:

                                   Oscura mecánica de un pensamiento positivo


Bajando por la agreste y recién coronada pendiente de la cuesta llamada La Albahaca, bautizada así por las huestes del rey como consecuencia (se cree probable aunque no seguro) de la inmensurable cantidad de estas plantas en sus aledaños y rededores más alcanzables, en el camino de Pueblo Bajo, dirección sur, rígido y seguro de sí mismo, rodeado de esa aureola de efervescente altanería, el hombre concreto, orgulloso de sus querencias transfiguradas por un mítico pasado, el hombre universal como ente, esa taimada persona que siempre se ha valido de sí mismo para tratar de conseguir una meta propia y accesible en esta vida tan dura y desleal que asciende irreversiblemente hacia delante en el tiempo, gime de pronto  al pisar de súbito una piedra esculpida, un canto situado en un montículo extraño del relieve, sufriendo un repentino pinchazo, un pequeño dolor en el costado que le sube por el cuerpo cual lengua de voraz fuego y, advierte y padece el dolor como cuando de joven se hirió, rajándose el muslo con la lanza saliente de una verja doblada en el camino destinado a los viajeros; se resiente y piensa que tal vez esa punzada vertical que aflora por sus carnes, fuera un producto inequívoco  de alguna malformación  genética contraída hace miles de siglos acaso, derivada sin duda de algún pariente ancestral que quiso, tiempo ha, capturar algún raro ejemplar de mamífero prehistórico para su posible manutención  o quizá,  del efecto de alguna caída brutal sobre el costalar derecho,  huyendo quién sabe si de alguna horda de implacables autóctonos que hubiesen seguido su pista a través del sórdido desierto, escudriñando sus huellas, sintiendo el acelerado latido de su corazón perseguido, oliendo e incluso rastreando el terreno si hubiese sido necesario, en busca de ese característico olor humano que se deja en el ambiente cuando  traspasamos las fronteras del miedo, dejando paso al terror que se embriaga en el haz de las hojas del follaje dejadas al paso, olor a pánico que rezuma a lo largo de infatigables kilómetros de búsqueda,  como cuando se persigue al más débil y jadeante animalillo de la fauna silvestre para horadar su cráneo y beber sin duda ese grasoso reguerillo de sangre joven que nos riega las manos y nos empapa en su brusca salida,  insuflándonos de vida, haciéndonos recordar ese antropófago pasado,  seduciéndonos el semblante, activando esas obsoletas neuronas que creíamos enterradas para siempre en el pasado,  introduciéndonos en ése otro yo del que todos disponemos, en esa otra desconocida faceta de nuestra personalidad que,  aunque también nos pertenezca nunca le damos la debida importancia y, quién sabe de qué manera tuvo nuestro antepasado perfecto que lanzarse al vacío desde el acantilado para salvar el pellejo de una muerte segura –demencial e imprevista como todas las muertes azarosas- , restregando su costado con ese impertinente saliente de roca asfáltica que le dejó posiblemente humillado pero vivo y que, el mar lavó con sal para que sus heridas pudieran sanar y él, pertinaz sujeto de la historia y el futuro, pudiese procrear para que todos naciésemos, y para que el recuerdo de su desventura nos hiciera mitigar, en la lógica comparación,  éste inmenso dolor que padecen mis ijares, notificándome fehacientemente que estoy irremisiblemente vivo.

 -José Horacio Martos-