jueves, 28 de abril de 2011

Amor II



Apareciera yo sobre abrojos clavado dichoso aún de mí
de pronto sorprendido del suave percance,
del dolor febril que late en la trabajada carne.
Ángel avaro nunca me protejas.
Dudoso abril dichoso sé mi ataúd y mi sala.
Los muertos fueron sin labios verbos sedientos,
bebieron de los óleos el agua que no era.
Náyade milagrosa, son de clavicordio, cura mis heridas.
Seguramente habrá otras particulares heridas
que se cierran, mas la mía se abre aún, no sé,
supura lejanos paraísos olvidados,
un atril, cera de cirios encendidos, un golpe de jazz,
un jueves que viniera decente y sin corbata,
avispado, sereno, tan justo como el filo de un sable,
exacto como un segundo, como un minuto enorme.
Nosotros, los vulgares elementos nocturnos, que hacemos
fácil un lunes de hermético traje descompuesto.
Náyade milagrosa son de clavicordio
¿sabes tú qué ruido es ese silencio que trae la noche?.












2 comentarios:

@jorjowski dijo...

si queda algo de esa Nayáde milagrosa, de ese son de clavicornio, de ese amor plasmable en bellos versos, el poema perdurada por los siglos de los siglos.

Tomás Rivero dijo...

Las náyades hacen fluir el agua, Jorge. Así que espero que con músicas de arroyos y clavicordios, los versos de los poetas sigan fluyendo en la noche, bajo las estrellas, sobre el mar, sobre los ojos entrecerrados de ella y la mano abierta de él.

Un abrazo con agua entre los brazos, compañero.