martes, 2 de septiembre de 2014

Aquellos otros libros

Caminé, caminé
con tregua o sin ella
sabiendo que era considerado
un signo galimático
con el que había que ser condescendiente
o una marca en la nieve
que había que ignorar.

Estoy harto de historias de derrotas.
Me producen melancolía,
y tanta melancolía
trampas y bodoques habitando mi lengua,
o algún bordado dulce
sobre la tela más leve.
Bajo la sombra de un árbol negro
permanezco.

Ardía el sol y mis libros iban y venían
rodeados de miedo y también de temor,
siempre refugiados en nobles anaqueles
de escayola pintada.
Entraban y salían,
sobraban,
se incendiaban
y luego quedaban profundamente dormidos
dolidos y cansados.
Esos libros.
Siempre haciendo cosas imposibles
para que yo fuera libre.

Llega hasta mí la humedad de las hojas muertas
ese dulce aroma de los cuerpos
sonando muertos cuando caen
apaciguados por el cardinal otoño.
No acaban aquí sino que empieza
a crepitar su carne de papel
como la madera o la felicidad.
Ahora la nada toma cuerpo
y todo se agranda en el contrario.
El otro nos distingue.
Leo libros
que luego regresan obedientes
a su aparente silencio de baldas y anaqueles.
Murmuran entre ellos
se ponen de acuerdo.
Y a ratos me desprecian.

Llovía sobre la ciudad bombardeada.
Hay belleza en las paredes ametralladas.
Las ruinas son plásticas,
tienen la textura de un temblor,
el escorzo de la piedra rota,
aquella piedra mil veces hecha lasca
para conseguir el filo preciso, amenazante,
hasta que matara. A aquél otro hombre.


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